Una estética saturada del silencio
La zona fronteriza al norte de México es un punto geográfico que históricamente se ha enfrentado a guerras, delincuencia, muerte y narcotráfico. Hay estados o ciudades específicas que constantemente son citados o referidos para hablar de ello, incluso en la cultura pop. ¿Pero dónde queda la frontera chica? Esa franja de Tamaulipas colindante con Estados Unidos (Miguel Alemán, Mier, Camargo, Nueva Ciudad Guerrero) ¿Quién o quiénes relatan la historia y problemáticas de las ciudades pequeñitas que están “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”? Aquellas donde el narco, la violencia y la cultura son conceptos indisolubles.
Dentro del XXX Encuentro de Teatro Nuevo León, de forma presencial, el 18 de octubre de 2020 en el Teatro del Centro de las Artes, se presentó: “Un vaquero cruza la frontera en silencio” texto original de Diego Enrique Osorno. Adaptado por Emmanuel Pichardo, Salma Guzmán y Alberto Ontiveros, siendo este último también director de la puesta. Pichardo y Guzmán forman parte del elenco junto a Rosalva Eguía, Adriana Moreno, José Olivares, Sara Anzúa y Analú Heredia. Esta es la segunda parte de su trilogía “Tierras negadas”
Más allá de estar frente a la encarnación de personajes, nos confrontamos con un grupo de actores que a forma de coro nos narran la historia de Gerónimo Gonzáles Garza (GGG). Tío del autor Enrique Osorno, quién desde edad temprana padeció de incapacidad auditiva. Desde el texto se nos propone un paralelismo entre el silencio permanente en el cuál vive una persona con sordera, y el silencio de una acallada y olvidada frontera en el noreste del país; lugar que cruza Gerónimo para abandonar el país y así migrar a los Estados Unidos, donde encuentra una mejor calidad de vida.
Osorno proporciona un texto narrativo necesario dentro de un proceso de identificación para el noroeste, ya que se vale de la anécdota particular de alguien dentro de una minoría segregada, para hablar de la extensa pluralidad de quienes viven en este sector del país. Sin embargo, la propuesta no termina de funcionar en la escena, es complicado determinar si esto falla desde la adaptación textual o desde el manejo de dirección.
La narrativa por naturaleza satura al lector de un sin fin de información, con la ventaja de que en cualquier momento éste puede parar la lectura e investigar o procesar los conceptos necesarios para poder continuar y seguir recabando la información presentada. El teatro y el cine carecen de esta ventaja, por lo que necesitan claridad y precisión en la información que brindan. Con esto no me refiero al pensamiento arcaico de que la narrativa es “antinatural” para el teatro y no pertenece a él, sino a que es un tipo de representación sumamente compleja, la cual necesita de una fuerte poética y un gran escrutinio en los códigos empleados por director y actores.
Para que así aun cuando el espectador sea abatido por un tumulto informativo, éste pueda guardar en su memoria puntos clave que le permitan seguir el hilo conductor, o que despierten un interés por investigar lo no entendido en la escena o mínimamente conectar por un segundo con una imagen que más allá de ser una experiencia estética de una belleza vacía y efectista, signifique o resignifique algo dentro de su imaginario. De lo contario la palabra queda muerta y no comunica nada.
La manipulación de este tipo de textos no es nueva para Ontiveros. En la puesta “El ejercito iluminando” basada en el texto homónimo de David Toscana, había logrado de forma satisfactoria el manejo de la narrativa en el teatro. Sin embargo, aquellos aciertos construidos, en esta otra propuesta se diluyen.
Ontiveros es ya conocido por tener un estilo y una estética propias es su diseño de escenarios, haciendo del objeto una parte fundamental de su teatro. Y aquí no es la excepción, la utilería presentada está sumamente cuidada, cada elemento atiende a una estética que converge del kitsch y el norte. E incluso se permite un momento de conciencia de sí mismo al hacer dentro de la puesta una broma de cómo estos elementos le hacen exotizar, muy al american way, una cultura de la cuál es participe. Habría sido agradable ver esta misma conciencia en el penúltimo cuadro, cuando la puesta se convierte en un auto aplauso orgulloso por cumplir con la labor de presentar ante treinta teatreros del norte de México una problemática que conocen y además viven día a día en carne propia.
Al no haber personajes es fundamental la estructuración del coro. Éste debe ir a un mismo objetivo, a un mismo andar, y el elenco del vaquero cumplía con ello, brindando un coro falto de energía, coordinación y escucha. Exceptuando a Rosalva quién constantemente se mantenía alerta de sus compañeros, respondiendo a los diversos estímulos que se le presentaban, además de proponer otros tantos. Igual, Sara Anzúa quién estaba a la escucha del otro además de presentar con precisión y energía sus partituras corporales. Emmanuel Pichardo mantuvo una energía buena y constante en la escena, lo cual es plausible, sin embargo, era notoria su premura por hablar, interrumpiendo repetidas veces a sus compañeras sin escuchar genuinamente lo que éstas comunicaban.
Había una nula exploración por parte de la mayoría de los actores en la palabra, pues recitaban cada frase con la misma cadencia y tonalidad, haciendo del escrito algo sumamente pesado e imposible de procesar. Eso cuando era posible escucharlos, porque en general se hablaba a un volumen sumamente bajo. He de confesar que llegó un punto dónde me fue tan imposible seguir el hilo de lo dicho que dejé de poner atención y únicamente me concentré en lo bonitos que se veían los reflejos del espejo en la cabeza del toro colocado al centro de la escena.
Las proyecciones son un gran fallo técnico, las siluetas de los actores recortan el texto en ellas. Carecen de cuidado aun cuando son relevantes, ya que cuentan puntos clave dentro del discurso de la pieza, pues citan las palabras de Gerónimo. Nuevamente nos dejan a un vaquero incomunicado, nunca alcanzamos a leer lo que nos quiere decir. Pero de no ser por las proyecciones no podría rescatar un momento sumamente bonito de la puesta, la implementación de lo documental al presentar el testimonio de una mujer quién genuinamente vive los estragos de la violencia en una frontera silenciada.
Para ser una obra que habla del silencio careció totalmente de él, al menos de forma intencionada, es sumamente irónico que haya un dialogo donde se diga “Gerónimo vería la vida como en una película muda” y posteriormente pongan la proyección de un fragmento de una película muda acompañada con música. La saturación visual pudo hacer un contraste interesante con la anulación sonora en algunos momentos de la puesta, pero el sonido nunca dejó de existir, se podría decir que el vaquero cruzó la frontera narrando una epopeya. Y que en el último cuadro de su historia nos entregó un panfleto sobre por qué es importante hacer hincapié en las minorías, los migrantes y la violencia: Arriba el norte at the best american way. Gracias por los aplausos.
Este texto forma parte del Encuentro Crítico Nuevo León 2020. Puedes leer otras críticas en los siguientes enlaces:
- Los hijos del viento. Por Carlos López.
- Parkour. Por Jennifer Peña
- Piernavieja. Por Jennifer Peña
- Chamaco. Por Daniél Gutiérrez
- Astros. Por Carlos López
- Caldo primordial. Por Jennifer Peña
- La inocencia de las bestias. Por Daniel Gutiérrez