En diciembre de 2015, el reportero Francisco Rodríguez publicó un reportaje en el periódico Vanguardia titulado “La extraña historia de un pueblo donde la gente se quiere morir”. En él, relata una crónica sobre su viaje a Laguna del Rey, un pequeño poblado ubicado en el desierto coahuilense, en el cual se ubicaba la tasa más alta de suicidios en el mundo. Lo que Rodríguez encontró fue una especie de pueblo olvidado, cuya vida está atada una empresa minera y en el cual la gente no encontraba más razones para vivir.
Este relato periodístico despertó la curiosidad de Alberto Ontiveros, director de teatro neolonés, quien inmediatamente se lo mandó a Edgar Chías. Producto de este intercambio surge “¿Y si no hubiera un pequeño lugar para mi en este mundo?” escrita por Chías y llevada a escena por Ontiveros. El texto transita entre el teatro documental, el falso documental y hasta el posdrama, en donde múltiples voces (incluyendo las del dramaturgo y las del director) nos van contando la historia que acontece en Laguna del Rey.
Para lograr esto, Ontiveros apuesta por la utilización de un coro integrado por actores, bailarines y hasta activistas sociales, todos ataviados con mezclilla como los mineros cuando acuden a su trabajo. En escena hay un movimiento perpetuo del coro, mientras unos hablan con el público, otros se abrazan, mientras unos más abren la boca para gritar sin emitir sonido, otros más deambulan de un lado a otro. En la segunda mitad de la obra, el coro hace una hilera frente al público, en una especie de efecto espejo. Ellos están ahí y nosotros también.
La propuesta escenográfica nos remite a un espacio abandonado, con un par de cachivaches por aquí y otros por allá, como si un viajante por el desierto haya recolectado todo lo que se encontró tras su paso por Laguna del Rey. Así, vemos un par de conos de tránsito que al encenderse por debajo simulan una fogata dentro de la mina, varias figurillas de yeso de Jesús Malverde todavía envueltas en plástico, un par de crustáceos perdidos y hasta un perrito de cuerda. Por supuesto, no podían faltar las máscaras hechas por el propio director, en esta ocasión para hacer a un hada “enmezclillada” y a unos luchadores que bailan al ritmo de cumbia.
De repente aparece el oasis, una hilera de cajas de plástico transparentes donde el coro mete las piernas, cubiertas por agua muy apenas hasta el tobillo. Escasea el agua como la vida. Quizás una de las imágenes más poderosas es cuando vemos a uno de los jóvenes del coro introducirse completamente en una de las cajas y quedar expuesto ante el público mientras levanta un poco la cabeza para que el agua no le alcance la boca ni la nariz. Inundado con un poco de agua, porque es lo único que hay que hacer, morir o dejarse morir.
La alegoría de signos que presenta la puesta ayuda a aminorar la crueldad de lo que se está contando: en Laguna del Rey ya no existe un motivo para vivir. Muchas veces escuchamos personas quejándose de que en el lugar donde viven no hay nada que hacer. Es mucho más desgarrador saber que hay lugares en donde no hay nada que ser. No hay posibilidades de chambear porque escasean el trabajo en la mina, no hay posibilidades de formar familia porque los hombres se van del pueblo, no hay posibilidades de sobrevivir porque no hay con qué vivir.
La obra se sale de la forma cotidiana de contarnos las cosas tanto en lo textual como en lo escénico. Incluso habría quien pueda decir que no sucede nada en la obra. El reto de trasladar una crónica periodística a un escenario teatral implica buscar nuevos lenguajes para contarla. No necesariamente crear uno, sino jugar con la hibridación y disfrutar al mutante. A eso tiene que estar dispuesto uno al ver una obra de Chías.
Estamos en camino de que este país se convierta en Laguna del Rey. Aunque vivamos en un país mágico y surrealista, no podremos echarle la culpa de que la gente se quiera morir por las brujas que se chupan el alma de los vivos o por animales que le hablan en la gente (ambas cosas han sucedido en Laguna del Rey). Las oportunidades se acaban y con ellas las esperanzas. Quizás esos pequeños actos de humanidad, como sentarnos frente a otra persona a escuchar su historia, nos podrán salvar de la barbarie.