Las narrativas de esta época están dando un giro hacia lo real. Vemos en la literatura, el cine o la televisión historias que tienen que ver con sucesos de la realidad: novelas policíacas basadas en casos reales, películas de casos de superación de vida y hasta series biográficas de cantantes populares. De esta atención a la realidad no está exento el teatro.
Las nuevas formas de drama han llevado a los creadores a explorar terrenos como el teatro documental y el biodrama. En estos, se puede partir de un suceso importante para contar una historia sobre la escena, o, al indagar sobre la vida personal del actante, se encuentra un punto específico que pueda tener alguna conexión con el público.
“Radio Piporro y los nietos de Don Eulalio” es una obra que transita entre el biodrama y el falso documental, para contarnos una biografía ficcional del personaje de “El Piporro”, uno de los grandes exponentes de lo norteño a nivel nacional. Acompañado en escena de Roberto Cázares, Víctor Hernández escribe, dirige y actúa esta puesta. No es la primera vez que Víctor presenta una obra tomando como base el biodrama, ya pudimos ver montajes anteriores como “Pequeño fin del mundo” o “Fermín Horacio” en donde partía de un hecho personal para llevar al público a una reflexión.
En “Radio Piporro…” la historia va y viene entre tres o cuatro realidades: un joven Eulalio que nos cuenta cómo se fue convirtiendo en “El Piporro”; un Piporro viejo, senil, que ya no distingue entre la realidad y la imaginación; dos jóvenes que tienen un programa de radio donde hablan de “El Piporro” y Víctor y Roberto los actores (que también pueden ser los jóvenes del programa) mostrándose como ellos mismos ante el público. Se nota el trabajo de creación de cada uno de los personajes, por ejemplo en el Piporro viejo, quien a pesar de su edad y de su complexión encorvada, no pierde el estilo de baile del taconazo, convirtiéndolo más bien en su forma de caminar.
La obra conserva en su texto la comicidad del Piporro, haciendo que las transiciones entre tiempos y espacios sean sencillas y aligerando algunas escenas violentas. Todo esto sucediendo en un espacio que bien podría ser el patio de cualquier casa tradicional del norte de México: de un lado una sábila grande, una paca de ropa pa’ vender y una jaula sin aves; del otro un pequeño tallercito, hecho con trozos de lámina y madera iluminado con apenas dos focos, y decorado con estampas de santos.
Carlos Monsiváis considera al Piporro como el creador de la personalidad norteña, ese hombre dicharachero, con humor simple e inteligente, que habla golpeado pero no está enojado, que habla con reflexiones a partir de su vida y no de un libro. Ese mismo norteño que fueron nuestros abuelos o nuestros padres, que disfrutaban prender el radio para escuchar polkas y redovas mientras se tomaban una Carta Blanca. Es esta referencia la que toma Hernández para ficcionar a su propio abuelo mediante el Piporro, contándonos un poco el proceso de demencia que atravesó y los miedos de que el propio Víctor pueda pasar por lo mismo.
El biodrama entonces se vuelve efectivo al lograr una mezcla entre la nostalgia y la familia, realizado de una manera ágil y entendible para cualquier público, sin olvidar el toque de comedia regional. Aún y cuando pudiera pensarse que este montaje es una obra muy regional por el uso del lenguaje, de los signos e incluso del vestuario, la verdad es que en el fondo habla de temas que son son comunes a todos, desde la identidad con nuestros antepasados, los miedos a repetir sus mismos errores, hasta los deseos de superación frustrados o logrados.