
La exportación de talento y la ausencia de retorno
¿Puede una ciudad considerarse verdaderamente un centro cultural si sus propios creadores no encuentran en ella un lugar para echar raíces? En Monterrey, esta pregunta nos resuena cada vez que escuchamos un nombre familiar desde otro estado, otro país, hablando en otro idioma. No se trata solo de una historia personal ni de una simple decisión individual. Detrás de cada partida se esconde una red compleja de decisiones difíciles, renuncias dolorosas, sueños aplazados, vacíos que se sienten en el pecho. ¿Qué está pasando para que la migración de artistas formados aquí no sea la excepción sino, cada vez más, la norma? ¿Y qué significa para nuestra escena perder no solo personas, sino también historias, perspectivas únicas, procesos creativos que podrían haber florecido en esta tierra?
El fenómeno no es nuevo. Se habla de quienes “logran salir”, como si irse significara necesariamente crecer y quedarse significara estancarse. Pero ¿qué historias nos estamos contando cuando el único futuro posible parece estar lejos del lugar donde comenzamos? En lugar de celebrar la partida como un triunfo aislado, quizás deberíamos preguntarnos qué nos está diciendo este patrón sobre las posibilidades reales de crecer como artista dentro de nuestra ciudad.

Más allá de los casos que conocemos de cerca, lo que más duele es esa ausencia de regreso. Porque no se trata solo de que nuestros talentos vuelen lejos, sino de que ya no sepamos cómo hacer que vuelvan a casa. De lo difícil que resulta construir un ecosistema que no expulse, que no desgaste, que no olvide a su propia gente. ¿Qué tendría que cambiar para que Monterrey no fuera solo un lugar de paso o una escuela para el éxodo, sino un territorio donde también sea posible quedarse, regresar, aportar desde la experiencia vivida y el deseo genuino de construir juntos?
Monterrey ha demostrado que sabe formar artistas. En nuestras universidades, centros culturales y espacios independientes, cada nueva generación encuentra maneras de prepararse, de ensayar su propia voz, de imaginarse sobre el escenario. La oferta educativa, aunque desigual en calidad y enfoque, ha logrado mantener una continuidad que permite que emerjan nuevos talentos. Hay entusiasmo, hay compromiso, hay incluso esa sensación de pertenencia que se siente cuando uno está empezando. Pero al salir de las aulas, el panorama cambia completamente. La ciudad que se sentía vibrante en clase se revela fragmentada en la realidad.

Los espacios donde crear se reducen drásticamente, las oportunidades para que te vean son pocas, y las condiciones de trabajo tienden a ser inestables. Muchos artistas jóvenes se topan con una escena que simplemente no tiene lugar para todos, o al menos no bajo condiciones que permitan vivir dignamente. Las producciones dependen de convocatorias que aparecen de vez en cuando, el acceso a apoyos se concentra en ciertos círculos, y la circulación de obras se limita a temporadas cortas, con poca proyección. Es como si todo ese impulso inicial de la formación no encontrara dónde agarrarse, como si todo lo aprendido tuviera que adaptarse a un ecosistema que todavía no sabe reconocer su valor.
En este panorama, quedarse no siempre parece una opción real. Muchos artistas sienten que el tiempo que invierten en sostener su trabajo en Monterrey les exige no solo talento, sino también una resistencia constante, casi sobrehumana. Es el esfuerzo de inventar espacios donde no los hay, de sostener proyectos con recursos mínimos, de mantenerse visibles sin una red clara que los ayude a circular. Ante esta realidad, irse no es un abandono, sino una estrategia de supervivencia, una forma de cuidar lo propio buscando en otros lados las condiciones que aquí se les niegan.

Pero esta ganas de migrar no aparecen de la nada, se van gestando, muchas veces, desde que estás estudiando. Desde muy temprano, cuando hablas de “hacer carrera” ya estás poniendo los ojos en otros lugares. Las referencias que más admiramos vienen de fuera: festivales en la capital, programas internacionales, compañías que todos conocen. Sin darnos cuenta, vamos interiorizando que el reconocimiento real, la madurez artística de verdad, no ocurre en casa sino lejos de aquí. Esa idea de que “el teatro que vale la pena está en otro lado” funciona como una brújula al revés: te orienta hacia la salida, incluso antes de que hayas explorado realmente lo que hay por acá.
A esto se suma algo que llevamos arrastrando desde hace años: una cultura institucional que históricamente ha preferido el evento llamativo por encima del proceso lento, la exhibición que se ve bien por encima del acompañamiento que no se nota. En lugar de tejer redes que duren, se impulsan acciones puntuales que rara vez generan continuidad real. Entonces, cuando un creador joven busca apoyo para su primer proyecto, muchas veces se encuentra con una puerta que se abre a medias: puedes entrar, pero no te puedes quedar mucho tiempo. Las estructuras están diseñadas para administrar momentos, no para sostener carreras completas.

Además, Monterrey ha cargado durante décadas con esa percepción de estar en la periferia de los circuitos teatrales importantes del país. A pesar de tener infraestructura, público que responde y talento evidente, la ciudad no ha logrado meterse de manera estable en los mapas nacionales donde circulan las obras. La frase “hay que irse para que te vean” no es solo un mito que se cuenta; responde a algo que han vivido múltiples generaciones de artistas regiomontanos. Así, la migración deja de ser una posibilidad entre muchas y se convierte en el destino más probable, casi inevitable, para quienes no quieren que su trabajo artístico se vuelva invisible.
El ecosistema teatral de Monterrey, tal como funciona hoy, opera bajo una lógica de pura supervivencia. Los proyectos se sostienen más por terquedad que por estructura sólida, más por amor al arte que por políticas que realmente funcionen a largo plazo. Las convocatorias públicas siguen llegando de vez en cuando y son brutalmente competitivas. Los apoyos privados prácticamente no existen. Y las instituciones educativas, aunque forman bien, casi nunca acompañan a sus egresados en ese momento tan vulnerable que es la transición hacia el mundo profesional real. Se forma talento, sí, pero no se le ofrece un sistema que lo reciba, que lo escuche de verdad, que lo incorpore sin pedirle que sobreviva en condiciones de precariedad extrema.

En ese contexto, los artistas que han logrado insertarse en otros circuitos —ya sea por becas, por contactos, por oportunidades internacionales o por pura insistencia— difícilmente encuentran razones de peso para volver. No porque hayan dejado de querer a su ciudad, sino porque el regreso suele significar una renuncia concreta: a condiciones de trabajo dignas, a espacios donde realmente te vean, a plataformas que te permitan circular más allá de tu círculo cercano. Las decisiones no se toman en el aire. Volver a Monterrey muchas veces significa trabajar el doble, con la mitad de recursos, para públicos más chicos y con menos posibilidades de que tu trabajo trascienda. Y ante esa ecuación, el cariño por el terruño no alcanza para sostener una carrera artística seria.
Las estructuras que tenemos ahora no solo no favorecen el retorno, sino que ni siquiera se lo imaginan como posibilidad. No hay programas pensados para traer de vuelta a creadores con experiencia en otros lados, ni incentivos reales para artistas que han hecho carrera fuera. Tampoco tenemos circuitos que abracen lo translocal como algo valioso y enriquecedor. Todo funciona bajo la lógica de lo inmediato y lo que está físicamente presente: lo que está aquí, ahora, punto. Pero una escena que solo se construye desde lo que tiene al lado se vuelve cerrada sobre sí misma, autorreferencial, incapaz de conversar con otras realidades que podrían nutrirla. ¿Qué puertas se abren si empezamos a pensar el ecosistema no como un territorio que hay que defender de las invasiones, sino como una red que puede y debe expandirse?
No todos los que se van lo hacen con la intención de no volver jamás. Tampoco todos los que se quedan lo hacen porque realmente eligieron quedarse. Entre el irse definitivamente y el quedarse para siempre existen múltiples formas de vivir la creación artística. Están quienes se instalan en otros países y construyen allá una nueva vida completa, pero también quienes optan por un modelo de péndulo, combinando proyectos en Monterrey con temporadas en otras ciudades. Esta vida en constante movimiento, lejos de ser un capricho o una pose, responde a una necesidad real: ampliar horizontes creativos sin cortar del todo los lazos con el lugar donde empezaste. Sin embargo, incluso estas trayectorias híbridas, que podrían ser lo más enriquecedor para todos, se topan con obstáculos estructurales que las vuelven agotadoras.

Las políticas culturales locales siguen siendo rígidas frente a estas dinámicas de movimiento constante. Los calendarios de convocatorias no toman en cuenta que la gente se mueve. Las residencias artísticas son casi inexistentes. Hacer que una obra circule entre ciudades es complicadísimo, tanto por falta de recursos como por trabas logísticas que parecen diseñadas para desalentar. Y lo que debería ser un intercambio enriquecedor se convierte, la mayoría de las veces, en un esfuerzo que desgasta más de lo que nutre. Para quienes se mueven entre contextos diferentes, la sensación es de estar siempre a medias: ni completamente allá ni completamente acá. Sin una pertenencia que se sienta sólida, sin condiciones claras de participación, sin un reconocimiento concreto de que esta movilidad puede ser valiosa.
Aun así, hay gente que insiste en mantenerse conectada a pesar de todo. Producen obras a distancia, colaboran desde plataformas digitales, proponen redes informales de intercambio que funcionan más por amistad que por apoyo institucional. Y en esos gestos cotidianos, casi invisibles, hay una esperanza genuina. Porque demuestran que la distancia física no tiene por qué significar desvinculación emocional o creativa, que la experiencia ganada en otros lados puede ser también una forma de nutrir y enriquecer lo local. Pero para que estas trayectorias sean realmente sostenibles a largo plazo, hace falta más que pura voluntad individual y ganas de hacer las cosas bien. Se necesita un ecosistema que entienda el movimiento no como una amenaza a lo propio, sino como una oportunidad de crecimiento colectivo. ¿Podemos imaginarnos una escena que no exija presencia física constante, sino que valore y celebre la participación diversa en todas sus formas posibles?
Pero entonces surgen preguntas incómodas que no podemos evadir: ¿Qué significa realmente “volver” cuando el lugar al que regresas no ha cambiado nada? ¿Es justo pedirle a quienes se fueron que regresen si las condiciones siguen siendo las mismas de siempre, si las estructuras no se han movido ni un milímetro? ¿Cómo imaginar un retorno que no sea ni un sacrificio heroico ni pura nostalgia, sino una continuidad natural? Estas preguntas no solo les tocan a quienes están viviendo en otros lados, sino también a quienes diseñan las políticas públicas, manejan los espacios culturales, forman a las nuevas generaciones. Porque si no construimos mecanismos reales para integrar a la gente, si no reconocemos de verdad el valor de las trayectorias que han sido diversas y complejas, corremos el riesgo de seguir alimentando una escena que no se nutre de su propia memoria colectiva.

También tendríamos que preguntarnos honestamente qué significa quedarse en estas circunstancias. ¿Cuáles son las condiciones reales de permanencia que Monterrey les ofrece a sus artistas? ¿Se acompaña de verdad a quienes, pese a todo, deciden seguir apostándole a este territorio? ¿O damos por hecho que la fidelidad al contexto local es una especie de deuda silenciosa que se paga con resignación? No basta con aplaudir la resistencia de quienes se quedan; hay que dotarla de sentido concreto, de recursos palpables, de espacios donde ser realmente escuchados. Si no, la permanencia corre el riesgo de convertirse en otra forma más de precariedad, sostenida únicamente por la pasión personal y el amor al terruño.
Y entre quienes se fueron y quienes se quedaron, ¿pueden existir formas de vínculo y colaboración que no dependan de estar físicamente en el mismo lugar? ¿Es posible construir una comunidad escénica que reconozca la distancia geográfica como parte natural de su identidad, no como una ruptura traumática? Tal vez no se trata de volver exactamente al mismo lugar desde donde se partió hace años, sino de encontrar maneras nuevas de hacerse presente, de colaborar desde lejos, de tener incidencia real en lo que pasa aquí. Si el teatro es fundamentalmente una práctica colectiva, ¿por qué su comunidad tendría que tener fronteras geográficas tan rígidas y excluyentes?
Tal vez el punto de partida no esté en resolver de una vez por todas la migración artística, sino en comprenderla desde sus múltiples ángulos. No como un fracaso colectivo del contexto local ni como una traición individual de quien se va, sino como un fenómeno complejo, atravesado por capas que se superponen: deseos personales, carencias estructurales, afectos genuinos, límites institucionales, sueños y frustraciones muy concretas. Seguir pensando en la exportación de talento como un destino inevitable solo perpetúa esa lógica dolorosa de pérdida constante. Pero si empezamos a mirarla como una oportunidad real de reconexión y intercambio, podríamos abrir el campo a otras formas de pertenencia más flexibles y generosas. No se trata de retener a la gente a toda costa, como si fueran recursos que se nos escapan, sino de crear las condiciones necesarias para que volver —o permanecer en diálogo activo desde la distancia— sea una posibilidad real, deseable, que nutra a todos.

Monterrey no puede seguir pensándose como una isla cultural que se defiende del exterior. Necesita abrirse genuinamente al afuera sin perderse en el proceso, sin renunciar a lo que la hace única. Necesita imaginar políticas públicas que acompañen el movimiento natural de las personas, espacios que reconozcan y celebren las trayectorias híbridas, y narrativas colectivas que no construyan la partida como una ruptura definitiva con lo propio. Hay que hacer el movimiento del discurso de la fuga hacia el del flujo constante y enriquecedor. De la preocupación nostálgica por las ausencias hacia el cuidado activo de los vínculos que sí existen. De la melancolía por quienes se fueron hacia la celebración de una comunidad amplia, múltiple, interconectada a través de geografías diversas. Ese cambio de perspectiva requiere tiempo, generosidad genuina, voluntad política real. Pero también una revisión crítica y honesta de cómo habitamos y gestionamos realmente lo local en el día a día.
Tal vez Monterrey nunca deje de ser una ciudad de tránsito para muchos de sus artistas, y quizás eso no sea necesariamente algo malo. Pero eso no impide que también pueda convertirse en un lugar de retorno elegido y celebrado. Un espacio donde volver no sea sinónimo de fracaso o conformismo, sino de reencuentro genuino con las propias raíces creativas. Un territorio donde las voces que partieron puedan volver a resonar, no como ecos melancólicos del pasado, sino como parte activa y propositiva del presente que se está construyendo. La invitación está sobre la mesa: pensar juntos, desde nuestras diferencias y nuestras coincidencias, una escena donde el talento no solo se forme y se prepare, sino que también pueda imaginarse un futuro aquí, ahora y en los años que vienen. Con quienes decidieron quedarse. Con quienes se fueron pero siguen pendientes. Y con quienes, después de todo, aún podrían decidir regresar a casa.
NOTA: Este contenido se generó a partir de un proceso mixto entre autoría humana y herramientas de IA. Si quieres saber más sobre cómo se elaboran estas reflexiones y las imágenes que las acompañan, puedes leer la nota completa aquí: [Sobre el proceso creativo →]











