
A manera de antecedentes
En diciembre de 1984, Monterrey inauguró uno de los proyectos más ambiciosos de su historia urbana: la Macroplaza. Este extenso espacio público, impulsado por la administración del entonces gobernador Alfonso Martínez, buscaba convertirse en el corazón de la ciudad. Su diseño pretendía unir a los poderes estatal y municipal, atraer inversión empresarial y ofrecer un lugar de convivencia para la sociedad regiomontana. Entre sus elementos más destacados se encontraban el Parque Hundido y el Teatro de la Ciudad, ambos presentados como símbolos de esta nueva era urbana.
Sin embargo, el sueño de la Macroplaza tuvo un costo significativo. Para liberar las 40 hectáreas necesarias, se expropiaron viviendas, vecindades y locales comerciales, desplazando a cientos de familias. Además, edificios emblemáticos, como el Cine Elizondo, fueron demolidos, dejando un vacío en la memoria cultural de la ciudad.
A pesar de este sacrificio, el tiempo ha demostrado que las grandes expectativas iniciales no se han cumplido del todo. Aunque la Macroplaza es, sin duda, el espacio público central de Monterrey y su área metropolitana, su uso principal sigue siendo como un lugar de paso. Solo en eventos especiales, como las fiestas patrias o las celebraciones de campeonatos de fútbol, se llena de vida y actividad.

Sin embargo, no todo es negativo. En el centro de esta plaza monumental, el Teatro de la Ciudad (TDC) ha logrado convertirse en un referente cultural que trasciende las dificultades del entorno.
Ubicado entre las calles Zuazua, Allende, Dr. Coss y Matamoros, el Teatro de la Ciudad es mucho más que un edificio. Desde su inauguración en 1984, ha sido el escenario de innumerables eventos: ceremoniosos informes de gobernadores, emotivas graduaciones, conferencias memorables y, según cuentan algunos, espectáculos infantiles piratas.
Sin embargo, son las disciplinas de la música, la danza y el teatro las que han dejado una huella más profunda en este recinto. Año tras año, estas comunidades artísticas presentan proyectos que inspiran, emocionan y (casi siempre) reciben ovaciones del público que (casi siempre) llena sus butacas.
Celebrar un espacio cultural como el TDC plantea una pregunta interesante: ¿cómo honrar un lugar que significa tanto para tanta gente? La respuesta fácil podría ser una ceremonia solemne, con autoridades elegantemente vestidas develando una placa conmemorativa, seguida de un evento de “alta cultura” y un ambigú con vino en el lobby. Pero el TDC merece más.

Este teatro no es solo un cuerpo geométrico gris en el centro de Monterrey ni un auditorio con capacidad para más de mil personas. Es un espacio donde confluyen las memorias de artistas, espectadores y trabajadores que han dado vida a su maquinaria escénica y administrativa.
Para quienes tenemos una conexión con el teatro, el TDC es una caja de recuerdos. Aquí vimos nuestra primera obra, lloramos con historias conmovedoras, nos emocionamos con el folclor, tuvimos citas románticas, aprendimos a aplaudir en el momento exacto, nos quedamos sin boletos para una función memorable, ensayamos hasta que apagaron las luces, e incluso nos dormimos (yo nunca nunca) en alguna obra. Cada experiencia es un fragmento que construye el significado de este lugar.
Con esto en mente, los días 7 y 8 de diciembre de 2024, la compañía Teatro Línea de Sombra, dirigida por Jorge Vargas, presentó Arquitectura memoriosa. Este espectáculo, en colaboración con ocho directorxs escénicos locales, transformó el TDC en un recorrido por la memoria colectiva.

El evento consistió en ocho estaciones distribuidas por el teatro, cada una a cargo de unx directorx. A través de ficciones, testimonios y combinaciones de ambos, se narraron historias que resonaron con la esencia del TDC. Dado que los espacios eran limitados, el público se dividió en grupos que recorrieron diferentes rutas, cubriendo todas las estaciones. Al final, como piezas de un rompecabezas, los fragmentos se unieron para formar una imagen completa: un homenaje al pasado y al presente del teatro.

Preludio
Este viaje comenzó como cualquier otro: con la espera. Llegamos temprano para obtener un boleto (el cupo es limitado), hicimos fila para entrar, y esperamos la organización de los grupos. Todo está medido y planificado. Se busca que los grupos tengan el mismo número de personas. La hora de inicio ya pasó, pero siguen llegando asistentes, así que nos vamos organizando. Las personas encargadas de los grupos nos dan las primeras indicaciones, advirtiendo que estaremos en espacios reducidos, cerrados, que tendremos que subir y bajar escaleras, y que a veces estaremos de pie y otras veces sentados.

Nos conducen a la sala principal del teatro, pasando por el área de butacas, y nos piden que subamos al escenario: unos por un extremo, otros por el otro. No hay luz más que la de las lámparas de los guías y un foco cenital que ilumina el centro del escenario, el cual vamos llenando poco a poco.
El telón se cierra, atrapándonos en el escenario. Sobre la tela se proyectan las fotos de expediente de quienes han trabajado en el Teatro de la Ciudad: directivos, coordinadores, técnicos, taquilleras, acomodadoras, personal de intendencia, entre otros. Ellos forman parte del alma del teatro.

A continuación, desciende una vara de luces, un técnico reemplaza un foco y aparece otro protagonista oculto: la máquina teatral. Es un espectáculo de luces y telones. Los lycos y las luces robóticas cobran vida y nos muestran su talento. Los cicloramas suben y bajan, cambian de colores, y se dejan pintar con los gobos. Ante nuestros ojos, tenemos una parte de la magia del teatro, esa que permite que las historias surjan y se cuenten. Las luces se ajustan, creando nuevamente un círculo luminoso que nos encapsula. La función comienza.

Y por cierto, ganamos (los ecos sonoros todavía resuenan)
Dirección Talina Garler
Lugar: Fondo del Escenario de la Gran Sala
La persona guía nos pidió ocupar unas sillas ubicadas detrás del ciclorama principal. Talina, quien dirigió y escribió esta pieza, se presentó con nosotros para compartirnos su primer recuerdo con el teatro. Participó en el Concurso Estatal de Interpretación del Himno Nacional, representando a su escuela primaria junto con el grupo donde estudiaba.

Ella vivía en Linares, por lo que viajar al centro de Monterrey era un viaje de más de una hora y media. Tuvo la oportunidad no sólo de conocer el teatro, sino de pisar el escenario. Para esta pieza decidió iniciar una búsqueda del recuerdo de esa ocasión. Primero en sus memorias, luego en la memoria familiar y después en la memoria compartida. Esto desató una breve pero intensa búsqueda de quien fue su maestra. Preguntó por aquí y por allá, hubo quien le dijo que la maestra ya había muerto, alguien más le dijo que vio a alguien parecida a ella en misa a las 7 de la mañana. La búsqueda no tuvo éxito.

Talina ahora es maestra y para esta pieza se acompañó de sus alumnos, quienes usando sus sombras sobre el ciclorama dramatizaron algunos de los recuerdos de ese concurso de canto y también la travesía en búsqueda de la memoria. Quizás para esas niñas y niños también fue la primera vez que conocieron el teatro y, además, pudieron pisar su escenario. Quizás en veinte años volverán al escenario a contarnos la historia de cómo su maestra los llevó a contar la historia de cuando ella fue por primera vez al teatro. Al final todos ganamos.


Todo va, todo vuelve y la memoria sigue
Dirección: Daniel Gutiérrez
Lugar: Comedor del personal del Teatro de la Ciudad
Para esta pieza, Daniel Gutiérrez toma como punto de partida la puesta en escena Mujeres soñaron caballos, escrita y dirigida por Daniel Veronese, que formó parte de la programación del Festival de Teatro Nuevo León 2009. Me atrevo a afirmar que tanto el festival como ese año (por separado y también en conjunto) marcaron profundamente a muchxs de lxs artistas escénicxs de Monterrey.

El festival, consolidado como uno de los mejores del país, ha sido una ventana privilegiada hacia el teatro en su concepto más amplio, presentando obras de diversas latitudes, tanto de México como del extranjero. En 2009, sin embargo, el contexto local agregó una capa de significado más oscura y compleja. Ese año marcó el inicio de un periodo de violencia que transformó radicalmente la manera en que habitamos y convivimos en esta ciudad.
En la pieza, dos hermanos y sus respectivas parejas comparten un pequeño departamento. Lo que comienza como una noche aparentemente relajada pronto se tiñe de tensiones latentes. La violencia no solo se manifiesta en los actos, sino también en las palabras, en los silencios y en lo que queda implícito. Es una violencia sutil que se acumula, como una bola de nieve que crece hasta que una pistola aparece en escena, rompiendo el frágil equilibrio.

La violencia que Monterrey experimentó en 2009 también parecía una bola de nieve, acumulándose hasta desbordar. Aunque con el tiempo se fue diluyendo, sus efectos persisten en los resquicios de nuestra memoria colectiva. Ahora, como entonces, los ecos de esos años resurgen en las noticias: actos violentos que sacuden a las familias y aquellos provocados por el crimen organizado.
A pesar de todo, seguimos teniendo el festival (que se fue por un tiempo, pero regresó) y seguimos teniendo el Teatro de la Ciudad. Ambos se mantienen como testigos y refugios, espacios donde las historias de nuestro tiempo encuentran una forma de resistir y trascender.

Las historias no terminan. Se transforman, se repiten, se resignifican. Así como en Mujeres soñaron caballos, seguimos enfrentando nuestras violencias, nuestras palabras no dichas y nuestras heridas abiertas. Pero también seguimos construyendo espacios para el arte, para la memoria y para la posibilidad de imaginar un futuro diferente.

Un huracán fantasma habita en el sótano
Dirección: Víctor Hernández
Lugar: Sótano del Teatro de la Ciudad
Entre el viernes 16 y el sábado 17 de septiembre de 1988, el huracán Gilberto azotó la ciudad de Monterrey con una furia inolvidable. Aquel sábado, el actor Vicente Galindo tenía programada una función en el Teatro de la Ciudad. Decidido a cumplir con su compromiso, desafió la lluvia torrencial para llegar al recinto. Sin embargo, al arribar, le informaron que la función había sido cancelada: el sótano del teatro se había inundado.

Años después, ese mismo sótano se convirtió en el escenario de una pieza dirigida por Víctor Hernández, en la que Vicente Galindo se transforma en un espectro que ronda el espacio. En esta obra, el tema de los fantasmas trasciende lo sobrenatural para explorar los ecos de las desapariciones humanas, culturales y materiales que nos han marcado. Los “fantasmas del teatro” no son únicamente las apariciones que se susurran en mitologías escénicas, sino también las ausencias que nos interpelan desde nuestro propio pasado.

La obra plantea una pregunta fundamental: ¿qué se ha sacrificado para que tengamos este presente? En el caso del Teatro de la Ciudad, su construcción implicó el desplazamiento de varias familias que vivían en los terrenos donde ahora se erige. Allí donde hoy se cuentan historias ajenas, alguna vez se vivieron las historias propias de esas familias, arrancadas de su lugar por las promesas del progreso.
Monterrey, como la obra sugiere, está plagado de fantasmas. Desde los primeros habitantes de la región, exterminados durante la conquista española, hasta los innumerables edificios históricos que han sido demolidos en nombre de la modernidad. Incluso el agua del Río Santa Catarina, que alguna vez serpenteó libre por la ciudad, ha desaparecido bajo la sombra de la urbanización desmedida.

Al final, estos fantasmas no pueden ser ignorados. Son las ausencias que nos rodean, las pérdidas que cargamos como una deuda con la memoria. Tarde o temprano, nos alcanzarán… o los alcanzaremos. La pieza de Hernández no solo revive estas preguntas, sino que las sitúa en el corazón del teatro como un espacio para confrontar nuestras propias historias, nuestras propias desapariciones, y tal vez, encontrar una forma de reconciliarnos con ellas.

El teatro de los misterios y las maravillas
Texto y dirección: David Colorado
Lugar: Lobby del Teatro de la Ciudad
Las artes escénicas en Nuevo León trascienden los espacios cerrados. Existe una rica tradición de teatro y entretenimiento de calle, heredada del teatro de carpa que floreció a inicios del siglo XX. Entre estos grupos emblemáticos destaca el formado por Aurorita, Centavito y Medio Kilo, quienes, durante los años ochenta, recorrían las colonias de Monterrey y su área metropolitana llevando su espectáculo a las calles y plazas, convirtiendo cualquier rincón en un escenario improvisado.

Sin embargo, la expansión urbana, el aumento de la violencia en las calles y la reducción de espacios públicos accesibles (¿cuántas plazas conoce usted, lector, en su municipio?) llevaron, hacia finales de esa década, a la desaparición de estos grupos itinerantes. A pesar de ello, surgió una nueva generación de artistas callejeros que encontró en la recién inaugurada Macroplaza un escenario natural. Hasta la fecha, los fines de semana es común ver payasos, músicos, y otros artistas urbanos improvisar sus espectáculos, atrayendo multitudes que, en ocasiones, superan el público de una función en la Sala Experimental. Estos artistas, con su creatividad y carisma, han mantenido viva la tradición de llevar el arte al encuentro directo con la gente, rompiendo las barreras que a menudo impone el acceso a los espacios culturales formales.

En su obra, David Colorado rinde homenaje no solo a figuras como Aurorita, Centavito y Medio Kilo, sino también a todos aquellos artistas de calle que han resistido contra viento y marea para mantener vivo su arte. Celebra a quienes, a pesar de no encajar en los estándares estéticos, académicos o económicos de los circuitos culturales oficiales, han encontrado en las plazas y esquinas de Monterrey el lugar perfecto para compartir historias, provocar risas y emocionar corazones.

Porque, al final, lo que importa no es el lugar, sino el acto de contar historias. Ya sea en una plaza, un teatro o una cueva, estos artistas recuerdan que el arte vive donde hay alguien dispuesto a escucharlo. La pieza de Colorado no solo recupera estas memorias, sino que invita a reflexionar sobre el valor del teatro y el entretenimiento como herramientas de conexión humana y resistencia cultural.

Virgilio Leos, inventario de un jardín
Dirección: Mayra Vargas
Lugar: Sala de camerinos
Al entrar al área de camerinos, ubicada en el extremo norte del teatro, nos encontramos en un pequeño lobby oscuro, previo a los camerinos con puerta. En el fondo, iluminado por la luz de su camerino, se encontraba Virgilio Leos, artista escénico, conversando con su asistente y el peinador. La conversación era relajada, reflejando la calma de quien domina su oficio y sabe perfectamente lo que hará en los próximos minutos sobre el escenario.

Cuando se encendieron las luces del lobby, Virgilio se acercó al público, que rodeaba un pequeño escenario decorado con tres grandes bultos cubiertos por sábanas. A pesar del paso de los años, conserva su temple característico, ahora acompañado de una silla eléctrica y una computadora portátil. Con voz firme y cálida, nos dio la bienvenida al “jardín de sus recuerdos”. A medida que removía las sábanas, revelaba objetos que evocaban anécdotas de su vida en el Teatro de la Ciudad, tanto como actor como director. Entre esos recuerdos, era imposible no mencionar a su compañera inseparable de vida y teatro, Mirna Kora ✝ (“Korita”), cuya presencia parecía llenar el espacio de manera intangible.

En esta pieza, Mayra Vargas nos presenta una obra que entreteje los recuerdos de uno de los pilares del teatro en Monterrey con el monólogo final de Firs en El jardín de los cerezos de Antón Chéjov. Como Firs, Virgilio rememora un pasado que, aunque no idealiza, enmarca como un tiempo de estabilidad y arraigo. En el texto chejoviano, el monólogo de Firs representa el final de una era, el costo humano del progreso y el olvido que inevitablemente acompaña a los cambios.

¿Dónde queda la memoria de las historias contadas sobre este escenario? ¿Dónde la memoria de quienes lo han pisado y de quienes fueron el cimiento de nuevas narrativas? Vargas no responde estas preguntas de manera explícita, pero deja en claro que el teatro, como el jardín de los cerezos, guarda en sus raíces no solo las historias que lo sostienen, sino también las ausencias que lo definen. La pieza nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de la memoria y la responsabilidad de honrar a quienes hicieron del teatro un lugar donde las historias cobran vida, incluso mucho después de que sus protagonistas hayan dejado el escenario.

Compañero rojo
Dirección: Alberto Ontiveros
Lugar: Salida de emergencia sur del Teatro de la Ciudad
La compañía Gorguz Teatro, de la mano de su director Alberto Ontiveros, nos trae a escena la memoria viva del artista Jorge Segura. Polifacético y multidisciplinario, Jorge dedicó más de 40 años de su vida al teatro, complementándolo con un profundo interés y estudios sobre la cultura regional norestense.
En la pieza presenciamos fragmentos de escenas de la memoria de Jorge, hábilmente entrelazadas con la realidad de sus intérpretes. Este homenaje trasciende la evocación nostálgica para convertirse en un acto de construcción colectiva de memoria, donde la vida de un artista se convierte en el punto de partida para una reflexión más amplia. Los integrantes de Gorguz Teatro logran equilibrar lo personal y lo universal, la herencia cultural y la reflexión contemporánea.

En una de las salidas de emergencia del teatro, una entrada inesperada captura nuestra atención: un diablito cargado de elotes desciende de un camión, dispersándolos sobre las escaleras mientras escuchamos de fondo las voces de los integrantes de la compañía hablando sobre lo que significa el teatro para ellos. Es un momento de conexión simbólica entre la cotidianeidad y la trascendencia, entre los elementos del día a día y el legado cultural que construimos colectivamente.

Este homenaje no solo celebra la vida y obra de Jorge Segura, sino que también nos confronta con nuestra relación con el teatro: como público, como intérpretes y como herederos de una tradición que sigue evolucionando. Nos invita a reflexionar sobre cómo el teatro, como espacio físico y simbólico, se convierte en un contenedor de memorias, en un lugar donde nuestras historias individuales se cruzan y encuentran sentido colectivo.

La obra plantea preguntas que resuenan más allá de la escena: ¿cómo tejemos nuestras propias memorias en relación con el arte y con los espacios que lo albergan? ¿Qué lugar ocupa el teatro en nuestras vidas, y qué responsabilidad tenemos de mantener viva su llama? Con esta pieza, Gorguz Teatro nos recuerda que la memoria no solo se guarda, sino que se vive, se comparte y se transforma en cada acto teatral. Así, el legado de Jorge Segura encuentra su continuidad en cada espectador que se deja conmover, en cada intérprete que sube al escenario, y en cada espacio que se llena de vida a través del arte.

Loco cosmonauta del teatro
Dirección: Leticia Parra
Lugar: Foso de orquesta
Un grupo de amigos de Gerardo Dávila nos invitó a esperarlo en el Foso de Orquesta del teatro. Está terminando de dar la función de “Fray Servando… de fugas y prisiones” en donde interpreta al padre Mier y su salida es por una pequeña abertura que hay en el foso. Rosy Rojas se asoma por la abertura y le dice que ya baje que los estamos esperando.

El ambiente es íntimo, iluminado con unas cuantas lámparas de mesa y velas. El foso se convierte en un pequeño escenario donde están distribuidos arriba a lo largo seis amigas y amigos de Dávila. Abajo, nosotros, el público. Hay fotos de obras en las que participó, artículos personales, unas televisiones con grabaciones de sus obras. Y la espera.

En 2022 Dávila dejó de habitar este mundo, se fue a hacer teatro a otros lares más allá del universo que conocemos. Pero sigue habitando el teatro, no sólo el Teatro de la Ciudad, sino el teatro que hizo con sus alumnos, el que hizo con sus amigas y amigos y el que hizo para lxs espectadores por tantos años.

Esa noche, la espera se convirtió en un acto de evocación, una forma de convocar su presencia a través de lo que dejó en el arte y en quienes lo acompañaron. En cada fotografía, en cada palabra pronunciada por sus amigos, en cada fragmento proyectado de sus actuaciones, Gerardo volvió a estar con nosotros. No en carne y hueso, sino en algo más profundo y eterno: la memoria viva del teatro, ese espacio donde las ausencias se transforman en nuevas presencias. Al final, entendimos que no lo estábamos esperando; ya estaba ahí.

Pioneros del espacio interior
Dirección: Mónica Jasso
Lugar: Anexo a la caseta de vigilancia (calle Dr. Coss)
Cuando hablamos de teatro, generalmente recordamos a lxs creadorxs, pero rara vez se queda registro del trabajo de las manos hábiles que hacen posible la función: lxs técnicxs teatrales. Usualmente destinados a moverse entre las sombras, ya sea iluminando, subiendo y bajando telones, instalando y desinstalando escenografías, o incluso realizando el mantenimiento del espacio, ellos son una parte esencial de la vida del teatro, aunque rara vez se les reconozca en el centro de la escena.

En esta pieza, Mónica Jasso decide rendirles un homenaje al ponerlos como protagonistas de un documental sobre su trabajo, donde nos comparten anécdotas y experiencias que van desde lo cotidiano hasta lo extraordinario de su labor. En escena, una actriz recrea algunas de las situaciones que enfrentan, especialmente aquellas que ocurren cuando trabajan desde las alturas, esas áreas que pocas veces son vistas por el público, pero que son fundamentales para la magia de la puesta en escena.

El espacio fue iluminado en tiempo real por Roberto “Flaco” Cueva, un técnico jubilado del teatro que también forma parte de esta pieza, aportando su experiencia y sabiduría al proceso creativo. Su presencia en escena es un recordatorio de que, sin estas manos invisibles, el teatro no podría existir tal como lo conocemos.

Así, esta pieza no solo rinde homenaje, sino que reivindica a aquellos que, desde las sombras, hacen posible que las historias lleguen a los ojos y corazones del público. Sin el trabajo de los técnicos, la magia del teatro sería solo una ilusión vacía.

Cierre
Este homenaje a los recuerdos del Teatro de la Ciudad nos enseñó que la memoria se construye y transforma continuamente. Cada pieza del recorrido no solo evocó hechos pasados, sino que los conectó con las vivencias actuales, mostrando que recordar es también un acto de reinterpretación y revaloración. Las historias compartidas no quedaron como meros relatos, sino que adquirieron nueva relevancia al ser vividas y comprendidas en el presente.
Este recorrido evidenció que, a pesar de los inevitables cambios en la ciudad y en sus habitantes, el teatro sigue siendo un punto de encuentro esencial. Es un espacio donde las personas se congregan para reflexionar sobre su historia común, enfrentar las realidades del ahora y proyectar las esperanzas hacia lo que está por venir.
