
La gestión cultural: un segundo oficio necesario.
¿Cuándo fue que ser artista se volvió insuficiente? ¿En qué punto la escena teatral empezó a pedirles que además de crear supieran producir, hacer presupuestos, negociar, postularse a convocatorias, diseñar formatos, escribir informes, cumplir fechas límite, mantener vínculos con las instituciones? En Monterrey, igual que en tantas otras ciudades del país, la figura del creador escénico ha cambiado de manera radical: hoy en día, cualquiera que quiera mantener vivo un proyecto teatral tiene que asumir, queriendo o no, la gestión cultural como un segundo trabajo. Y no es una elección, es pura necesidad.
La profesionalización del sector no ha traído consigo una estructura que repartalas tareas de manera justa. Como no hay suficientes productores preparados, gestores que se especialicen o equipos de apoyo desde las instituciones, son los propios artistas quienes tienen que encargarse de todo lo que hace falta para que una obra llegue al público. Y eso va mucho más allá de ensayar: significa escribir propuestas para convocatorias, buscar apoyos económicos, planear horarios y fechas, coordinar a todo el equipo, hacer promoción, mantener buenas relaciones con los teatros, justificar cada peso que se gasta. ¿Cuánto tiempo les queda realmente para crear cuando todo eso también depende de ellos?

Esta acumulación de roles no solo provoca agotamiento sino también dispersión. Quien ensaya en la mañana y gestiona en la tarde casi nunca logra profundizar completamente en ninguna de las dos cosas. Pero aun así, se espera que sean excelentes en ambas. A los artistas se les exige originalidad, que sean rigurosos estéticamente, que innoven. Y al mismo tiempo, eficiencia en lo administrativo, capacidad para resolver la logística, que sepan argumentar bien sus propuestas. Son dos lenguajes diferentes, dos ritmos distintos, dos maneras de pensar que pocas veces se encuentran. ¿Cómo mantener una práctica creativa cuando la urgencia operativa interrumpe constantemente?
Además, no todos tienen las mismas herramientas para enfrentar esta exigencia. Hay quienes manejan mejor los trámites, quienes ya tienen redes de contactos, quienes pueden pagar a alguien más para que haga ciertas tareas. Pero para muchos creadores, especialmente los que están empezando, los que vienen de contextos más complicados o los que nunca tuvieron acceso a formación en gestión, este segundo oficio se convierte en una pared que no pueden cruzar. Se pierde en los procedimientos lo que se había logrado en la idea. Se aplaza el proyecto porque no cuadran los números en Excel. Se abandona la obra porque no se pudo justificar bien el financiamiento. ¿Cuántas posibilidades se están perdiendo en nombre de tener que hacerlo todo uno mismo?

En Monterrey, la figura del creador escénico se ha ido expandiendo más por obligación que por elección. En un entorno donde faltan productores especializados, donde los apoyos son inestables y donde las estructuras de colaboración son escasas, la solución más frecuente ha sido la autogestión. Cada proyecto que se monta, cada función que se realiza, cada residencia que se consigue, generalmente está sostenida por artistas que también son sus propios gestores. El riesgo de que todo se venga abajo es permanente, pero la necesidad urgente de hacer obliga a continuar, sin respiro y sin una red que los proteja.
La profesionalización del campo no ha traído consigo una distribución justa de las responsabilidades. Al contrario, mientras más se les exige a los creadores (en calidad, innovación o visibilidad), más funciones tienen que asumir para cumplir con esas expectativas. Hacer teatro implica ensayar, por supuesto, pero también armar presupuestos, organizar tiempos, escribir informes, mantener relaciones con instituciones y justificar cada peso que entra y sale del proyecto. El tiempo dedicado a crear se ve cada vez más limitado por las exigencias operativas.

Esta sobrecarga de roles genera tensiones que pocas veces se discuten abiertamente. La energía que se invierte en mantener a flote un proyecto muchas veces deja poco espacio para pulir lo artístico. El ensayo se interrumpe por una llamada de la institución cultural. La escritura se pospone porque hay que revisar el dictamen de evaluación. La función se presenta sin saber si habrá una siguiente. Así, la gestión, en lugar de acompañar el proceso creativo, lo presiona. ¿Cómo encontrar espacio para experimentar cuando cada día exige resultados concretos?
Tal vez no hubo un momento específico que marcara el cambio, sino que es el resultado de una acumulación de decisiones, descuidos y ajustes que poco a poco fueron construyendo esta realidad. La figura del artista-gestor no nació de una estrategia planeada, sino de la necesidad de sobrevivir en un entorno que no ha logrado consolidar estructuras colectivas ni sistemas de apoyo duraderos. Los programas de estímulos, las convocatorias públicas, las becas por proyecto fueron instaurando una manera de pensar que premia la autosuficiencia y castiga la dependencia. El mensaje fue directo: si quieres hacer algo, hazlo todo tú.

Con el paso del tiempo, esa manera de pensar se convirtió en la regla. Los fondos públicos y privados empezaron a exigir no solo calidad artística, sino también claridad en los presupuestos, capacidad administrativa y cumplimiento estricto de formatos. Las habilidades de gestión pasaron de ser un plus a ser indispensables. Sin ellas, simplemente no hay acceso a los recursos. La figura del gestor profesional, lejos de consolidarse como un aliado clave de los procesos creativos, quedó desplazada por un modelo donde el creador carga con todo el peso del proyecto. Y lo hace, muchas veces, sin preparación específica ni acompañamiento.
Esta transformación no pasó de la nada. Fue empujada por un modelo de producción que pone la eficiencia por encima del cuidado, la rapidez sobre la profundidad, los números sobre la experiencia. En lugar de fortalecer las relaciones entre artistas y gestores, entre creación y mediación, se impuso una cultura de la prisa donde cada quien debe resolver con lo que tiene. Y si no sabe, aprende sobre la marcha. ¿Cuántas obras no se hicieron porque alguien no supo llenar un formulario? ¿Cuántas ideas quedaron colgadas por no lograr armar un presupuesto? ¿Cuánto talento se pierde en ese cruce forzado entre el arte y los trámites burocráticos?

En esta tensión constante entre imaginar y justificar, entre crear y mantener a flote los proyectos, se abre una grieta difícil de cerrar. Los lenguajes no siempre coinciden. La sensibilidad del proceso artístico choca con la lógica estandarizada de los formatos de gestión. Mientras una obra puede necesitar tiempos flexibles, espacios de pensamiento o cambios de rumbo, la gestión exige claridad inmediata, resultados que se puedan medir y calendarios fijos. No se trata solo de aprender a hacer las dos cosas, sino de aceptar que muchas veces van en direcciones opuestas en sus ritmos y necesidades.
Para muchos artistas, especialmente los que están empezando, esta grieta representa un obstáculo más que una oportunidad. No se trata solo de ganas o talento, sino de accesibilidad. Hay personas que llegan al campo escénico ya con redes de apoyo, formación en gestión o experiencia previa en organización. Pero otras (las que vienen de contextos más complicados, las que se enfrentan a estructuras institucionales por primera vez, las que no dominan los códigos del lenguaje burocrático) encuentran en esta exigencia una pared invisible. Se empieza con la obra, pero se termina lidiando con Excel. No es que no tengan proyectos valiosos: es que no logran traducirlos al idioma que el sistema entiende.

Esta falta de conexión genera una doble pérdida. Por un lado, se limita la diversidad de voces que logran acceder a recursos y visibilidad. Por el otro, se debilita la fuerza del hecho artístico, que debe ajustar su vuelo para caber en el marco de lo que se puede gestionar. Una obra puede tener potencia, relevancia, urgencia, pero si no se acompaña de una carpeta “perfecta”, difícilmente verá la luz. ¿Qué otras narrativas, qué otras estéticas, qué otras formas de relacionarse con el público estamos dejando fuera por no cuestionar esta mediación forzada?
En ese escenario, los caminos se dividen. Algunos artistas se alejan del teatro, frustrados por no encontrar una manera de sostener sus procesos sin agotarse. Otros se mantienen a flote a costa de precarizarse más, de asumir tareas para las que no están preparados, de vivir en una tensión constante entre lo que quieren hacer y lo que deben resolver. El teatro se vuelve una carrera de resistencia, y no todos logran seguir el ritmo.

Mientras tanto, la figura del gestor profesional sigue sin consolidarse como parte estable del ecosistema. Hay gestores valiosos, sí, pero casi siempre trabajan por proyecto, sin contratos duraderos, sin sueldos dignos, sin un lugar claro en la estructura institucional del teatro local. Eso refuerza la idea de que la gestión es una responsabilidad individual y no una tarea compartida. Se aprende porque no queda de otra. Se resuelve como se puede. Pero, ¿no sería hora de imaginar una práctica distinta, donde la gestión no sea una carga que se suma, sino una alianza que se construye?
Tal vez el problema no sea solo que se tenga que gestionar, sino cómo y para qué se gestiona. Muchas veces, la gestión cultural parece reducida a una serie de procedimientos que permiten acceder a recursos ya definidos, adaptarse a convocatorias inflexibles, cumplir formatos pensados desde lógicas ajenas a los procesos creativos reales. Se gestiona para entrar en el molde, para cumplir con los criterios, para sobrevivir en un sistema que rara vez se pregunta si esas condiciones son justas o relevantes. ¿Estamos moldeando los proyectos para responder a esas exigencias, o moldeando nuestras ideas para caber en un sistema que no nos contempla del todo?

La diferencia entre una gestión meramente instrumental y una gestión situada, sensible, capaz de imaginar marcos propios, no es menor. En la primera, el arte se acomoda a lo posible. En la segunda, la gestión se vuelve una extensión del pensamiento creativo, una herramienta para expandir horizontes y no solo para cumplir con lo establecido. Pero esa segunda forma necesita tiempo, formación, acompañamiento. No puede florecer si todo el entorno la empuja hacia la inmediatez y la eficiencia. ¿Podemos realmente hablar de autonomía cuando cada paso está condicionado por lo que dicta una convocatoria?
Quizá la pregunta no es solo cómo hacer más, sino cómo hacerlo de otra manera. Cómo habitar la práctica escénica desde el deseo y no desde el agotamiento. Cómo construir un entorno donde lo creativo y lo operativo no se neutralicen mutuamente, sino se acompañen con respeto. Donde el tiempo de pensar y el tiempo de organizar no estén enfrentados, sino articulados. Porque solo así (desde ese cruce más justo entre los lenguajes) podríamos empezar a imaginar una escena donde crear, gestionar y vivir no sean verbos que se excluyen, sino que, por fin, se entrelazan.
NOTA: Este contenido se generó a partir de un proceso mixto entre autoría humana y herramientas de IA. Si quieres saber más sobre cómo se elaboran estas reflexiones y las imágenes que las acompañan, puedes leer la nota completa aquí: [Sobre el proceso creativo →]











